Vuelo e imaginario moderno

 En la década siguiente al centenario, hacia 1920, están en plena elaboración dos de las obras más significativas de la literatura chilena, dos obras que a pesar de nutrirse de estéticas distintas -una, más bien costumbrista o criollista, y la otra, vanguardista- a pesar de situarse, decíamos, en sensibilidades distintas, comparten el mundo creado, en la medida que el vuelo y el imaginario aéreo son aspectos relevantes del mismo. Nos referimos a Alsino (1920), novela de Pedro Prado y al poema largo Altazor (1919-1931), de Vicente Huidobro.

 El vuelo tiene una larga y rica trayectoria en el campo imaginario. Ya en la mitología griega, Mercurio, el mediador de los cielos, es una figura alada, como lo son también Eros y la Victoria en la guerra, simbolizada por la escultura alada de la Victoria de Samotracia. Más tarde, en Dante y en los poetas del dolce stil novo, y luego, en San Juan de la Cruz y en los poetas místicos, el imaginario aéreo también ocupa un rol relevante. Se constituye así una tradición en que el impulso ascendente apunta a la fuerza y a la osadía espiritual.

 En el romanticismo europeo la imaginación ascendente se vincula al viaje del alma en la vigilia o en el sueño (de filiación neoplatónica). En el campo semántico del vuelo se sitúan la elevación y la caída. La vida espiritual se caracteriza por un impulso hacia arriba, por la necesidad de crecer y elevarse; busca instintivamente la altura. La imagen del aire es símbolo de lo liviano, de lo sutil, de lo evanescente y de la libertad; también las alas simbolizan el desplazamiento del espíritu y de la imaginación; en este contexto, el pájaro es -como decía William Blake- "el aire libre personificado"(23). Las imágenes aéreas se nutren de la liviandad, de la des-materialización, de lo inmaterial; se distancian así de lo que tiene peso, del barro y de la tierra.

 En el modernismo hispanoamericano -que fue, en una de sus vertientes, como ha señalado Octavio Paz, una suerte de romanticismo tardío- el pájaro se convierte en cisne, símbolo del ansia sensual, del misterio y de la elegancia del espíritu, de un espíritu que se debate entre el hedonismo belle époque desplazándose en regia laguna y lo insondable del vuelo o ensoñación hacia el "azul"... En Ariel (1900) de Rodó -libro emblemático, junto con Azul de Darío, del modernismo- el genio del aire, Ariel, representa lo estético, la creatividad, la parte noble y alada del espíritu, el móvil alto y desinteresado de la acción, el ideal espiritual de la cultura latina, frente a Calibán que encarna la materialidad, el cuerpo y el pragmatismo utilitario anglosajón. Se trata de una puesta al día, en el contexto de la modernización de fin de siglo, de la antigua tradición imaginaria vinculada al eje vertical del ascenso y a la dualidad cuerpo y alma; se trata también del viaje exterior como metáfora del viaje interior. De esta manera se configura un rico campo metafórico en que se despliegan las dimensiones espirituales y trascendentes del ser humano.(24)

 En este ámbito de significaciones encontramos en la lírica chilena de entre siglos imágenes vinculadas al vuelo. "Veinte años" (1898), poema de Diego Dublé Urrutia que rememora su Arauco natal, dice :

    "Pero ya que a mis hombros no son dados
    vuelos distantes ni celestes galas,
    soñemos con los nidos apartados
    que en los sueños también se baten alas".

 Frente a las celestes galas de corte cosmopolita y modernista que le resultan imposibles, el poeta sitúa como alternativa, con la imagen del nido, el regazo y el retorno a la quietud de la infancia, espacio en que también se nutre el espíritu ("se baten alas"). Frente a los "hombros", metonimia del cuerpo y del trabajo, las alas representan la imagen de la vida del alma. En un poema sobre el alma de 1912, José Domingo Gómez Rojas utiliza la imagen de la "alondra", a la que adjetiva como "casta", "blanca", "leve", con alusiones a la libertad del vuelo e imágenes vinculadas al "aire" y las "nubes". Estamos todavía en el ámbito del imaginario romántico, el mismo que permea obras como el Prometeo de Shelley.

 Hacia 1920, nos encontramos, sin embargo, ante Alsino (1920) y Altazor (1919-31), obras en las que se percibe una notable transformación del imaginario vinculado al vuelo que hemos descrito, imaginario de filiación romántica y neoplatónica. En la novela de Pedro Prado, a un joven campesino le crecen alas en la joroba, luego de una caída desde lo alto de los árboles cuando ensayaba volar sin ellas. Las alas que le crecerán le abren el espacio del aire, de la ensoñación azul y del ascenso, pero también de la caída. Las vive como libertad, pero también como destino, como estigma.

 En el poema de Huidobro, el hablante, Altazor, es el azor (ave de rapiña diurna) de las alturas que encarna el vuelo del poeta. El tema del poema es la aventura del poeta moderno. Su símbolo distintivo es el paracaídas, que es también un "parasubidas". En Alsino el vuelo es argumental mientras en Altazor es más bien figurado y referido a la aventura del poeta y del lenguaje, en la obra de Huidobro hay una exploración del lenguaje hasta sus últimos confines; en la obra de Prado, a pesar del carácter argumental y realista que tiene el vuelo, también hay referencias metapoéticas. En ambas obras opera un campo polar de tensiones: Icaro y Lucifer, el ascenso y la caída, la vida y la muerte, la libertad y la prisión, eros y tanatos.

 En la polaridad ascenso y caída late un sentimiento del ser arrojado en el mundo, una especie de existencialismo avant la lettre, un trasfondo metafísico de corte nihilista, una suerte de encierro de la trascendencia en la inmanencia, un alma que es al mismo tiempo cuerpo físico y cuerpo social. Tales son las características y la sensibilidad que anima el viaje y vuelo moderno presente en estas obras.

 Cómo se produce este cambio en el imaginario aéreo? ¿Qué factores inciden en él? De partida hay que señalar que en las primeras décadas del siglo, desde el primer vuelo de los hermanos Wright, en 1903, hasta el cruce del Atlántico por Charles Lindbergh, en 1927, el vuelo del hombre por medios mecánicos -que estaba en el imaginario desde Leonardo da Vinci- se convierte en una realidad, en una realidad que domina los titulares de todos los periódicos. Los primeros dirigibles o Zeppelines, con sus correspondientes incendios, el cruce del Canal de la Mancha en avión desde Francia en 1909, el primer intento de aviación en Chile en 1910, año del centenario, por el francés Cesar Coppeta, el primer vuelo de Munich a Berlín en 1911, el uso de aviones como instrumentos de reconocimiento y luego como armas de combate en la primera guerra mundial (1914-1918), son aquí y allá noticias de primera plana, ampliamente ilustradas, que concitan todo tipo de comentarios y atenciones, convirtiendo a sus protagonistas en los grandes héroes modernos.

 Hay que situarse en lo que significaba para el ser humano -a comienzos de siglo- volar, ver por primera vez la tierra desde arriba y desplazarse en el aire, algo que jamás se había realizado, salvo en la imaginación (Julio Verne, fue en este sentido, un adelantado). Una nueva vivencia del tiempo y del espacio. Era una hazaña magnífica pero que de alguna manera al ser una hazaña efectivamente acontecida, disminuía e implicaba cambios en la otra, en la hazaña imaginaria. Si el día de mañana pudiéramos habitar y conocer la luna, el rol de la misma en la imaginación (romántica) experimentaría, qué duda cabe, un vuelco.

Por otra parte los aviones y los dirigibles eran producto de la ciencia, de la razón y de la técnica, del creciente dominio humano sobre la naturaleza; manifestaciones palpables y emblemáticas de la vida moderna y del siglo veinte (Altazor está poblado de imágenes de aeroplanos, satélites, aeronautas, aviadores y paracaídas). Pero los avances propios del siglo veinte no impiden las turbulencias: la primera guerra mundial y la revolución rusa, entre otras. Una vida moderna en que el vitalismo va acompañado de la angustia. La modernidad -como ha señalado Marshall Berman- se presenta como una experiencia vital contradictoria: ofrece desafíos y oportunidades pero también el vértigo de la caída(25). Se trata de una vida que ofrece constantemente nuevas posibilidades de experiencias y aventuras tanto en el mundo exterior como en el interior (el hombre moderno decía Ernst Junger tiende a llegar a la cumbre de la conciencia de sí mismo). La vida moderna es una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción: todo lo sólido se desvanece en el aire, señala Marshall Berman recogiendo una frase de Carlos Marx; es en esta atmósfera de agitación y turbulencia, de vértigo y embriaguez síquicos en la que emerge la sensibilidad moderna y el nuevo imaginario aéreo.

 Tanto en Alsino como en Altazor el narrador o hablante presentan estados anímicos y tonos vitales contradictorios, similares a los descritos; estados de ánimo que son metaforizados en el eje vertical del ascenso y la caída, en la vibración que desborda y desafía a los dioses, y en el desamparo del ser a la intemperie: son como pájaros posados en el alambre del vértigo atisbando con una mirada nihilista el abismo de la profundidades.

 En la obra de Prado, el narrador, penetrando la conciencia de Alsino, dice que el campesino alado "obediente a los deseos desenfrenados que en él libertan las fuerzas tumultuosas, dando alaridos de frenesí y deseoso de la terrible alegría que trae el ímpetu de la vida al desbordarse, abre sus alas y vuela..." Es impensable una frase como ésta sin colocar en el centro de ella a la experiencia vertiginosa de la vida moderna. En ambas obras se rompe el paradigma romántico, a pesar de que, como señalábamos, una se inscribe en una vertiente costumbrista y casi criollista y la otra en una vertiente vanguardista. Desde esta perspectiva, ambas obras, una instalada en la tradición local, y otra en la sensibilidad cosmopolita, ambas, decíamos, son profundamente innovadoras.

 Ahora bien, la vida moderna o lo que Marshall Berman llama modernidad, son comunes a Occidente, y hoy por hoy a todo el orbe. Desde el punto de vista de la historia intelectual el reciclamiento del imaginario aéreo vis á vis el mundo moderno, se articula con la era de la sospecha, con la convicción de que las apariencias (el mundo material, el mundo de la empiria) no equivale sin más a la realidad, idea que está en Marx en el campo de la economía, en Freud con respecto a la vida de la conciencia y en Nietzche en el campo de la filosofía. De alguna manera este clima intelectual y espiritual de sospecha es compartido en Occidente, aun cuando se da en cada país con rasgos diferentes.

 Interesa por lo tanto examinar las mediaciones contextuales propias de la situación chilena en que se forjan las transformaciones de las imágenes de vuelo, y desde las cuales se revitaliza ese espacio metafórico. Las experiencias que caracterizan a la modernidad son apropiadas a partir de dos situaciones sicosociales y discursivas que se perfilan claramente en la década del centenario. Se trata, por una parte, de un movimiento estudiantil que adquiere ribetes sociales y que tiene como eje a la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile y por otra, de una corriente estética, esgrimida por el feminismo aristocrático: el espiritualismo de vanguardia. Tanto Pedro Prado como Vicente Huidobro estuvieron vinculados a estos fenómenos.

 Vale la pena detenernos en ambas corrientes, puesto que ellas constituyen -como veremos- no sólo el contexto en que se forjan discursivamente algunos elementos del nuevo imaginario aéreo, sino también un ámbito de recepción propicio a las vanguardias.

Contexto Cultural y Textos Críticos
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